Ana María Javouhey es la adolescente intrépida, que, en plena revolución, sirve de guía a los sacerdotes proscritos y catequiza a los niños de los pueblos vecinos.
Es la joven que, atenta a la llamada de Dios, se consagra a Él sin reserva, pronta a cumplir Su Voluntad. Es el apóstol de celo infatigable, cuyo ejemplo atrae y cuya voz nunca enmudeció.
Dios, que la destina a una obra extraordinaria, la ha colmado de dones excepcionales. La Madre Javouhey es la mujer fuerte, espontánea pero llena de sensatez, de carácter audaz y prudente a la vez, emprendedor y reflexivo.
Su clara inteligencia lo acoge todo pero discierne lo esencial. Al mismo tiempo que percibe el fin, concibe los medios para lograrlo y los pone en práctica. Para ella conocer la Voluntad de Dios y cumplirla es la misma cosa: es una realizadora y un jefe.
Pero también es la mujer de intuiciones delicadas, con un corazón de riqueza inagotable y cuyo amor, ante la ofensa, se abre ampliamente al perdón generoso. Este amor, adquirido en el Corazón de Cristo, sensible a todas las miserias, la lleva hasta los más ignorantes, los más pobres y desgraciados; la impulsa a cruzar los océanos en largos y peligrosos viajes. Quisiera estar en todas partes y no se siente satisfecha mientras quedan miserias que aliviar, seres humanos que salvar.
Su fe descubre los designios divinos en los signos de los tiempos y en las llamadas de sus hermanos, respondiendo con generosidad ilimitada; se entrega al servicio de todos: niños que instruir, enfermos abandonados que cuidar, esclavos que liberar, pueblos lejanos que evangelizar.
Abierta a las ideas nuevas de su tiempo, a menudo se adelanta a ellas, impulsada por la audacia de sus concepciones, por su capacidad creadora. Comprendiendo que Dios le pide sobrepasar la ayuda inmediata, combate el mal en su raíz. Respetuosa de la dignidad humana, da confianza a todos; en todos los lugares es la que educa, prepara para las tareas del mañana, trata de instaurar un orden social mejor y más cristiano. Hija de la Iglesia, echa la semilla de las jóvenes Iglesias africanas.
No obra sola, sino que colabora fraternalmente con cuantos Dios pone en su camino y a quienes arrastra la luz de su genio, con las que se sienten atraídas por su ejemplo de don total al servicio de Cristo; en todas partes anima comunidades, en las que se vive el evangelio y se prepara el Reino de Dios.
Fortalecida por el contacto con su Dios y sensibilizada por una intimidad filial con nuestra Señora, su alma está llena de confianza en la sabiduría y poder de Dios, entregada al Querer divino que realiza la unidad y la armonía de su vida. Firme en la acción, serena en las contradicciones, con paz profunda hasta en las adversidades, camina dócil al Espíritu que la anima.
El Espíritu habita en ella, la invade en la contemplación, la impulsa a la acción, fecunda su misión. Dios hace de ella “una madre feliz en medio de sus hijos”.