Biografía

Vida y obra de Ana María Javouhey

[vc_row][vc_column][vc_column_text]

De camino hacia París, en donde debía consagrar al emperador Napoleón, el Papa Pío VII se detuvo en Chalon para pasar allí las fiestas de Pascua. Cuatro jóvenes aldeanas de Borgoña asistieron  a su misa y comulgaron de su mano, vestidas con sus cofias blancas de domingo. Las cuatro hijas de Baltasar Javouhey fueron recibidas en audiencia. Prevenido de sus obras y de sus proyectos, el Papa las interrogó, las alentó y las bendijo “con esa bondad que le era característica, en los grandes remolinos de la historia como en las pequeñeces de la vida”. Luego, siempre conducidas por su hermana mayor Ana María, las aldeanitas de Borgoña se fueron a retomar su obra.

Ana Maria Javouhey 02El domingo 15 de octubre de 1950 los roles se invirtieron. Ya no se verá a una aldeana de Francia postrada a los pies del jefe de la iglesia; sino a Pío XII, que descenderá a la basílica vaticana para venerar a la bienaventurada Ana María Javouhey, fundadora de las Hermanas de San José de Cluny.

Alegre como bergeronnette (AGUZANIEVES)
Nacida el 10 de noviembre de 1779 y bautizada al día siguiente, Ana María, a quien todo el mundo llamaba Nanette, se reveló pronto como una niñita de una inteligencia despierta y maliciosa , de una sensibilidad viva, alegre como aguzanieves en las mañanas llenas de rocío y de un encanto victorioso. Su padre, campesino, era alcalde de Chamblanc. Bella figura de jefe de familia y de la aldea: justo, trabajador, de una piedad sólida, autoritario y en sus momentos colérico.
En esta cepa campesina, la nueva bienaventurada debe su robusta salud física y moral, su espíritu de equilibrio, su sentido común que, en las luchas más encarnizadas y las aventuras apostólicas más audaces, la preservará  siempre de gestiones inconsideradas y de actos imprudentes. Ella tiene el valor de un varón. Durante los años de la Revolución, multiplica las iniciativas peligrosas para proteger el culto en lo secreto de las granjas y para librar a los sacerdotes fieles de la tranque de los sans-culottes. Ella juega a los Jacobinos de las vueltas que ellos permanecen estupefactos: “Esta señorita Nanette! No hay medio de atrapar a su párroco!”. Su irritación se volvía desconcierto, de tal modo ella actuaba con gracia al desaparecerlo a los ojos de ellos.
Tanteos
Entre tanto, Ana María buscaba su camino. Generosa, inteligente, emprendedora, sentía la necesidad de entregar su corazón y sus brazos a una gran obra. Hizo varios intentos reunió a los niños para catequizarlos, entró donde las Hermanas de la Caridad de Besancon para retirarse después de algunos meses. Las entrevistas con un santo sacerdote, en el tiempo de la Revolución, los consejos de Dom de Lestranges , abad de la Val Sanite (Suiza), las luces interiores, una vida de pureza y de piedad, todo esto, poco a poco le mostró la Voluntad de Dios. En Besancon ella tuvo, una noche, la visión de una muchedumbre de hombres de color: “Son los hijos que yo te doy, dijo una voz: yo soy santa Teresa, la protectora de tu Orden.”

Terminado el período de los tanteos, Ana María se instala con sus tres hermanas en Chalon, bajo la protección del obispo, Mons. De Fontanges. Ella abre una escuela. El pequeño grupo toma el nombre de Asociación religiosa San José. El 12 de mayo de 1807, las cuatro hijas de Baltasar Javouhey visten el hábito religioso y emiten los votos religiosos. Algunas aspirantes vienen a la fundadora que abre varias casas en Franche-Comté y en la diócesis de Autun. Las dificultades materiales llueven dru, no la detienen. Ella transfiere a Cluny la sede de la Congregación. Circunstancia que valdrá desde entonces a sus hijas el nombre de Hermanas de San José de Cluny.
De la diócesis de Autun, la nueva familia religiosa se extenderá, en vida de la fundadora, en Francia, en la Reunión, Senegal, en las Antillas y en Guyana. A la muerte de Ana María Javouhey, la Congregación contará más de mil religiosas. Ahora son 4000 en todas las partes del mundo. Trabajan con abnegación en las escuelas, los hospicios y hospitales, los dispensarios y los leprosorios.
No hace mucho, Su Exc. Mons. Chappoulie descubría en la Madre Javouhey un gran precursor de la promoción cristiana de la raza negra (La Croix del 11 de agosto), mientras que la Sra. Devaud, senadora del Sena y vice-presidente del Consejo de la República, ilustraba el rol social y cívico de la fundadora: “Unánimemente plebiscitada (en la Guyana): elegida, aunque no elegible, es decir escogida por todo un pueblo para ejercer un mandato que ella no había solicitado, la Madre Javouhey es verdaderamente el ideal del parlamentario designado por sus méritos y no por sus promesas!” (La Croix del 16 de septiembre)
… Pero si es un gran hombre!
Educadora distinguida, liberadora de esclavos, jefe innato, nuestra heroína merecía bien el título que le dio un día Luís Felipe: “Mme. Javouhey, pero si es un gran hombre!”
Más aun que en sus empresas, esta excelencia de la nueva Beata aparece en su paciencia para llevar durante dieciocho años, una cruz pesada como ninguna: la oposición, aun la hostilidad de Mons. D’Héricourt, obispo de Autun, del que dependía la casa madre de las Hermanas de San José de Cluny.
Vocación tardía, el marqués Benigno-Urbano-Juan-María de Trousset d’Héricourt, había entrado en religión a la edad de 26 años, después de una brillante carrera militar.
Ordenado sacerdote después de cortos estudios, se vio promovido a obispo de Autun a la edad de 32 años. Autoritario, reivindicó la dirección espiritual y temporal de toda la congregación de las Hermanas de San José de Cluny, bajo el pretexto que la casa madre se encontraba en su diócesis. De esto se siguió entre Mons. D’Héricourt y la fundadora, un doloroso litigio que duró hasta la muerte del prelado.
Desde el punto de vista canónico, las dos partes se encontraban en una situación confusa y bajo una legislación todavía mal definida. Agreguemos, a favor de Mons. D’Héricourt, que desprovisto de experiencia, conocía mal a la fundadora: donde la hagiógrafa admira  hoy una heroica fidelidad  a la voluntad de Dios, marcada por el deber, el joven prelado no ve sino capricho de mujer e insubordinación. Para llegar a estos fines, él recurrió a medidas extremas.

La madre Javouhey se encontraba, entonces, en Guyana y precisamente en el territorio de Mana, donde ella dirigía una colonia modelo. Como ella se negaba obstinadamente a cedes a Mons. D’Héricourt el título y las funciones de superior general de las Hermanas de San José de Cluny, el prelado encargó al p. Guillier, prefecto
apostólico de la Guayana  francesa, que privara de los sacramentos a la fundadora recalcitrante.
Esta terrible prueba, la Madre Javouhey la soportó con la paciencia heroica de los santos. Al abuso de poder, ella respondió con el perdón.
Es preciso, hace notar, el sr. Gaetan Bernoville, en su bella biografía de la nueva Beata, hay que saber inclinarse sobre tal sufrimiento y mirarlo en su profundidad. Como su sencillez nos vela el esplendor de sus acciones y los obstáculos que ella tuvo que superar, la valentía de la Madre Javouhey correría el riesgo de engañarnos sobre lo que ha sufrido. Sobre esto, ella no se expresa de buena gana, sino con la brevedad fulgurante del relámpago, ciertas palabras iluminan la noche de su silencio: “A menudo tengo mi parte de pequeñas cruces: el buen Dios me da la gracia de soportarlas tranquilamente. Algunas veces me río de ellas, otras lloro, no importa, soy valiente.”
Del fondo de su pena, ella suspiraba hacia el Señor, sobre todo cuando, en la capilla, veía a sus hijas dirigirse hacia la santa mesa, de la que era alejada.las religiosas lloraban de ir hacia una felicidad de la que su fundadora estaba privada.
La soledad aliviaba el sufrimiento de la Madre Javouhey. Algunas veces ella iba a pasear sola en los grandes bosques vírgenes de Mana, y allí ella decía a Dios: “Sólo te tengo a ti Señor, por eso vengo a echarme en tus brazos y pedirte que no abandones a tu hija”. Dios respondía a sus llamadas, inundando su alma inmediatamente, de consuelos espirituales. Ella dirá: “A menudo estaba obligada a exclamar: “Dios mío ten piedad de mi debilidad, no me prodigues así tus favores, pues tu pobre sierva no tendrá la fuerza de soportarlos. Oh! Cuántas veces he experimentado qué bueno es Dios con aquellos que confían en él, que no se puede ser desgraciado cuando se tiene a Dios consigo, cualesquiera sean las pruebas que vengan a asaltarnos.”

Hija amante de la Iglesia, rechaza los ofrecimientos reales
La fundadora no deja de mostrar al obispo de Autun todo el respeto y toda la obediencia que le debía. Informado del litigio, el rey Luís Felipe, que tenía en alta estima a la Madre Javouhey, le ofrece espontáneamente intervenir ante Mons. D’Héricourt. En esta circunstancia, la Beata reveló su desinterés: rechazó el ofrecimiento real. Le hubiera sido fácil, por otra parte, apoyarse a lo largo de su vida en los poderes civiles, que le eran tan constantemente favorables, para tener la razón en las oposiciones eclesiásticas: no lo hizo nunca. En su filial sumisión, ella entendía que los asuntos de la Iglesia debían tratarse por la Iglesia, costare lo que le costare.
Mons. D’Héricoiurt murió ocho días antes que la fundadora. Al enterarse de su fallecimiento, ella dijo simplemente: “Ha muerto, este buen monseñor; que Dios tenga su alma” y dio orden de quemar todos los papeles referentes al litigio. Luego reponiéndose con su sabroso buen humor bourguiñon, dijo maliciosamente “Este buen monseñor ha pasado antes que yo. Era bien justo: a todo señor todo honor.”
Una semana más tarde, en la mañana del 15 de julio de 1851 ella murmuraba: “Cada vez que despertaba, he pedido por monseñor.” Luego reiteró con una convicción profunda un pensamiento que le era querido: “Debemos considerar a Monseñor como uno de nuestros bienhechores.”

Dios se ha servido de él
Para enviarnos la prueba cuando en general alrededor de nosotras no escuchábamos sino alabanzas. Era necesario, pues, con los éxitos que obtenía nuestra Congregación, hubiéramos podido creernos algo, si no hubiéramos tenido estas penas estas contradicciones”
Poco después de estas palabras, Ana María Javouhey se extinguía sin agonía, como ella había pedido a san José, patrono del Instituto.
Hablando un día de la formación de las Hermanas de San José de Cluny, Ana María Javouhey resumía en estas palabras su espiritualidad: “Necesitamos adquirir el espíritu interior y de oración. Con este doble espíritu, no hay peligro en ninguna parte. Trabajemos con todas nuestras fuerzas para adquirirlo.”
Este programa, ella lo realizó. La gracia de Dios irradió en la fundadora. Todos las que la encontraron la admiraron y la amaron. Cuando se embarcó, en el Senegal, los negros besaron las huellas de sus pasos en la arena. Anciana y enferma la llevaban de Limoux en coche al campo. Ella pidió al cochero de ir muy lentamente para ella poder saludar a todas las personas con quienes se encontraba. “Qué valiente mujer! Decía la gente a su paso. Personas como ella no debían morir nunca.”
Estos campesinos no se equivocaban. La Providencia ha superado sus deseos elevando a la fundadora de las Hermanas de San José de Cluny a los honores de los altares. Bienaventurada, ella actuará todavía más que en el pasado por la luz de sus ejemplos, la sabiduría de sus consignas y el poder se su oración.
G.H.

DIARIO  “LA CROIX”

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]